Ana María Gazzolo

Lima, Perú |1951


Bio

Es poeta y traductora del italiano. A contrapelo de sus contemporáneos, cuyas poéticas están asociadas a una escritura expansiva con tópicos relativos al espacio público, la crítica social y el deseo, la poesía de Ana María Gazzolo se caracteriza por la concisión, el lirismo y cierta atmósfera hermética y melancólica. Los temas de su poesía se vinculan con la memoria, la historia familiar y la soledad. Ha estudiado Literatura en Lima y Florencia, y es doctora en Literatura Peruana y Latinoamericana por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

En poesía ha publicado Contra tiempo y distancia (Lima: Editorial Ausonia, 1978), Cabo de las tormentas (Lima: Jaime Campodonico Editor, 1990), Capo delle tempeste (introducción, traducción y notas de Natalia Giannoni. Palermo: Neopoiesis Editrice, 1995), Arte de la noche (Lima: Editorial Colmillo Blanco, 1997), Cuaderno de ultramar bajo el seudónimo de Felice Ianua (Lima: PUCP, 2004) y Cuaderno del alucinado (en Lienzo 35, Revista de la Universidad de Lima, 2014). Además, es autora de la traducción del volumen de poemas de Umberto Saba, Casa y campo. Trieste y una mujer (Lima: PUCP, 1998) y es editora de la obra de Raúl Deustua, Sueño de ciegos. Obra reunida (Lima: Lápix Editores, 2015).

Su obra

Contra tiempo y distancia Editorial Ausonia, 1978

Arte de la noche Editorial colmillo Blanco, 1997

Capo delle Tempeste Neopoiesis Editrice, 1995

Cuaderno de ultramar PUCP, 2004

Cabo de las Tormentas, Editorial Campodónico, 1990

Sus textos

Plenitud del cuerpo

Si este cuerpo no precisara
más que tediosos cuidados
atender nerviosamente a sus latidos cotidianos
a sus despóticas prisas y a su mando
o escrutar su buena marcha
como un perfecto esclavo
lo dejaría extinguirse enmohecerse y oxidarse
y me apartaría impasible
a contemplar su decadencia

Si por dejarlo vivir y darle descanso
no acumulara cuentas que pagar
y tiempo desperdiciado
ni lo sacudiera algún temblor premonitorio
o el roce de tanto incendio
no me revolvería contra su pobre estado
increpando y maldiciendo

Si solo en él se abreviasen
la forma más lúcida del placer
y la prisión de la ternura
si pudiera agotarlo de silencio
y el cansancio fuera un durazno abriéndose despacio
sería magnífico ostentarlo
como una generosa dádiva
hacer hogueras de inmenso para iluminarlo
y dejarlo andar por los años
ebrio de universo

Vía Bolognese

Calle empinándose
por donde baja en viento
que hace difícil la cuesta

Calle despertando
Se abren las puertas
y escobas inquietas barren las veredas

Rumor que se levanta y la revive
Buenos días
de vecinos mirándome de reojo

El aroma del pan recién horneado
acompaña mi ascenso cada mañana

(de Cabo de las tormentas, 1990)

El rito empieza cuando abrimos los ojos

El rito empieza cuando abrimos los ojos
y salimos a escena con atavíos y máscaras
de una perfección macabra
Los horarios han sido ajustados
pero a pesar de la práctica adquirida
aún perdura el desafío de imprevistas fallas
El personaje masculino –por ejemplo–
debe entrar cuando hace mutis el femenino
pero corrientes contrarias confunden las llamadas
Las reglas del drama especifican que nunca se encuentren
que desplieguen la feria de sus movimientos
y reiteren sus monólogos
ante la mirada mortecina del único espectador
El rito lo incorpora en contra de su voluntad

Todo ocurre en un austero escenario
sin cambio de decorado
Las puertas no llevan a ninguna parte
chirrían con desgano para los diestros sonámbulos
Las ventanas asoman a un cielo plano
que ni siquiera la lluvia rasga
A veces un perro aúlla a una luna que no vemos
y el desgastado sol tan solo ilumina
la persistencia del polvo
Con este paraje descolorido solo armonizan los cuervos

No poseo ni la cama donde duermo

No poseo ni la cama donde duermo
ni la colcha que malamente abriga mis deseos
Todas las noches recuerdo
que pronto tendré que devolverlas
sin un hoyo de cansancio
sin una arruga de rabia
sin una mancha de desconsuelo

En la cama –en todas– alienta
un sueño de unidad que siempre se desploma
El sudor que hiela el cuerpo
es lo que queda para recorrer la sombra
y un embate de preguntas y visiones falsas
para ahogar el ansia

Nada se cumple en estos días de fulgor ajeno
y cada vez uso menos mi derecho a la mentira
Solo una lenta desposesión me va cubriendo
No busco ya el hueco en la pared
y sus pálidas promesas
no ya la cama para los sueños
solo un catre pelado donde arrojar los huesos

Hoy vi aparecer un animal en la boca de

Hoy vi aparecer un animal en la boca de la cueva. Traía una fatiga antigua,
la cabeza mansa sobre un costado. Buscaba un refugio para
el invierno, o tal vez el descanso para los deberes de su especie. Se
detuvo a mirar hacia la oscuridad donde yo me encontraba, la
respiración suspendida, como perforando la sombra con la sombra.
Percibí el calor de su piel solitaria, el vaho que emanaba de su
aliento, el jadeo leve. El instinto lo mantuvo en la zona de
penumbra, calculando el peligro de hallar otro morador con quien
tener que disputar el dominio del refugio. Abatido y desconfiado
rehuía la pelea, y prefería vagar por los páramos sin hacer suya
ninguna madriguera. Lo vi alejarse con la opaca luz de la luna baja
sobre el lomo.

Desde el fondo de la cueva ansié el aliento, el jadeo, la espesa
bruma de los páramos.

(de Arte de la noche, 1997)

Anoto hoy –al filo del anochecer– mi arribo

Anoto hoy –al filo del anochecer– mi arribo
a este rincón de los vientos, dominio de hoscas aves de
presa, en donde detengo mis pasos. Nada sino polvo
en las calles semioscuras y una brisa pegajosa que
estanca la vida. Traigo conmigo el viejo baúl de
alcanfor y en él lo que me queda, cuya relación
detallada dejo a fisgones improbables al término de mi
suerte. Lo he arrastrado, olfateado por los perros,
remontando callejuelas de cansados portales hasta este
retiro impensado y maldito. No tengo poder sobre el
destino. Ni busco anticiparme a la muerte. Aquí me
quedo, aquí yaceré: lugar de malos aires propicio para
el fracaso.

Denso, envuelto en papel de seda, amaneció el tercer

Denso, envuelto en papel de seda, amaneció el tercer
día. Como los días del Ártico, iguales a sus noches,
pero blancos, donde cada paso horada el espesor de la
nada. La niebla había abolido las sombras. Invadiendo
lentamente el espacio fue cancelando y confundiendo.
Cuando bajé las escaleras, la casa no tenía paredes y en
el lugar del techo un cielo sin fronteras se había
instalado. La luz no venía de ninguna parte ni tenía
rumbo. Parecía estar en el centro de las cosas. No
pude ver mis pies andando sobre un suelo sin sonido y
mis manos se perdían tratando de asirse a objetos
anulados. Quise pegar mi cuerpo a la tierra, pero hasta
el placer del roce se había desvanecido. Me hallé sin
peso, sin aliento, no me quedó sino aguardar a que el
tiempo echara a andar o me abandonara en este reino
de turbia claridad

(de Felice Ianua, Cuaderno de ultramar, 2004)

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