Ana Varela Tafur

Iquitos, Perú |1963


Bio

Es parte del Grupo Cultural Urcututu de Iquitos, grupo interdisciplinario de artistas y escritores amazónicos formado a principios de los años ochenta. Su poesía se centra, sobre todo, en dos temas. Por un lado, el lugar de la mujer y lo femenino vinculado a la naturaleza, y, por otro, la mitología amazónica, sus raíces étnicas y su herencia cultural, tanto para reivindicarlas como para denunciar la historia de explotación y opresión ejercida sobre la Amazonía. Ha obtenido el Premio Nacional de Literatura 2023 en la categoría poesía, por Estancias de Emilia Tangoa, y el Premio Copé de Oro de Poesía en 1991 por Lo que no veo en visiones. Es doctora en Literatura Latinoamericana por la Universidad de California, Davis. Reside en Berkeley, California.

Sus poemas han sido incluidos en antologías y estudios de crítica: Más allá de las fronteras (2004), Plumas de Afrodita (2004), Más aplausos para la lluvia (2012), En tierras del cóndor (2014), Al norte de la cordillera: Antología de voces andinas en los Estados Unidos (2016), Allí donde canta el viento (2019) y Volteando el siglo. 25 poetas peruanos (2020). Ha coeditado con Leopoldo Bernucci el libro Benjamín Saldaña Rocca: Prensa y denuncia en la Amazonía cauchera (2020).

Su obra

Lo que no veo en visiones

Allí donde canta el viento

Sus textos

Desde las vertientes

Desde los altos gredales de May Ushin
desde las feroces caídas del Marañón
desde las incandescentes llanuras del Huallaga
mi voz convoca a los habitantes del agua.

Y surcando quebradas desde vertientes remotas
alcanzo vastedades de arcillas recientes.
Así me reúno con habitantes del monte
y nuestras voces se inundan infinitas
en tenues bóvedas incrustadas por la noche.

Porque es posible alcanzar cifras en geometrías sagradas
porque es posible arrebatar códigos de sogas alucinadas
y viajar acompañados por estrellas o soles
atrapados en la fugacidad de intrépidos rayos.

Porque somos una antigua y sola voz,
una liana trenzada bajo los incendios
desterrados o señalados por la belleza de los astros
y su manto de presagio amamantándonos.

Desde entonces rodamos de fuego,
caemos de fuego,
quemamos las últimas naves del exilio,
demonios que se llaman en libros apócrifos
o en abandonados archivos donde no hay olvido.

Pero las madrugadas aproximan las llegadas
y nuestros pies abrevian rutas del miedo:
ojos de búho a la sabiduría destinados
sobre la vía trazada por los abuelos.

Semejante a cada río que despide sus puertos,
alcanzamos la marcha de la luna
invadidos por la tregua
de un viento insondable.

Orilla

La orilla desasida borraba nuestras huellas,
El tiempo sin tiempo de las navegaciones inacabadas,
Corteza hecha polvo o sumergida entre las aguas.
¿Hacia dónde viajar con las huellas bajo las corrientes?
¿Adónde correr vacíos de patria y llenos de partidas?
Ventarrones vigilando la sagrada tez de los árboles
Y huracanes lloviendo polvos de aromas y orquídeas.

Sobre nuestras cabezas atentas a los orígenes
Cantaban las aves el canto del naufragio,
Cantaban los hombres el paso de sus viajes,
Mientras los vientos otorgaban la incertidumbre de la hierba.

Fue así en que convenimos la geografía de las distancias.
Entonces las raíces nos arrojaban
Secretos liberados desde la savia de los árboles.

Ágiles en los territorios del presagio, los dioses del monte,
Vigilan la permanencia de las sombras despiertas en los renacos.

Historia desde la liana

Se registra una historia en las aguas del Marañón
A veces permanece desnuda en los gramalotales
o en las voces marginales de los relatos anónimos.
Las crónicas y navegaciones advierten descubrimientos
en las versiones de un episodio atrapado en los baúles:
incendios, extravíos, correrías,
éxodos y espaldas devoradas por algún infierno.

Nauta discurre voraz en su cauce profundo
Mientras viejos cocamas cuecen raíces en la memoria.
Entonces, preciso recordar todo, absolutamente todo.

“La madre de la ayahuasca me dice:
Así, despacito, calientito, bebe la bebida voraz de lo alucinante,
de lo acontecido, de lo amargo, de lo dulce o lo venenoso.
Acuérdate siempre, la soga puede penetrarte los ojos,
inundar el registro de tus ancestros
o ahogarte en el río junto a los tuyos.
Porque la soga te envuelve en todas las versiones.
Alucina, alucina, alucinante,
alucina siempre, yo te absuelvo de las fiebres y las visiones”.

¿Qué amargor, qué hoja, qué corteza -para relatar-
devorará mi lengua cocama,
qué palabras inventaré para consumar lo inevitable?
En las orillas de la huida todo se registra
a cuenta de nada, a cuenta de todo,
a cuenta de descifrar las hondas voces desde el peligro
y las lluvias feroces de antiguos duendes.
¿Suena ya la tempestad?

“Así nos reconocemos: en la sagrada soga que envuelve los destinos.
Alucina, alucina, alucinante.
Así nos desnudamos: con el toé que pinta los colores de las sombras,
protegidos por las lianas, las lunas llenas,
y la cómplice bebida de los migrantes de la noche”.
Y somos desde siempre
pintas de boa en las espaldas,
pintas de garza en los rostros.

Y pronto seremos arrojados
por un temporal de balsas apócrifas
hacia feroces corrientes de un mar acechante.

Breve paisaje

Piel de sierpe,
cruz de mashco,
sueños de garza,
lengua o aletas de renaco:
¿quién enumera este trazo de mi cuerpo
abierto a cielos despejados?

Porque
las pintas me inundan en las tahuampas
y así
he sido
siempre
albedrío de un río que despide
voces de agua en cauces solariegos.

Peje inadvertido
siempre aquí
pinta de hembra
contando en playas no tocadas
los granos de arena asesinados por los barcos.

No poseo sino

No poseo sino una canoa y una parcela de arroz en un barrial,
no poseo sino el rumor del río huyendo siempre.
Aquí en Sonapi los tiempos son malos,
Digo malos porque no siempre se come o se bebe.
Entonces pienso si moriré en este lugar.
Los muchachos fieles al pueblo pasan sin verme
y no poseo sino mis ojos que me complacen de día.
Recostada en el puente apunto a la luna,
¿qué debo hacer en esta postura?
Solo puedo recordar mi nombre cuando los difuntos me silban.

Nuestros archivos

Nuestros archivos guardados en la memoria
eran en verdad intensos caminos de las estaciones y los días.
Todo semejante a la serenidad del sol
y a las luces que descifran sombras en la oscuridad.
Nuestros pies, como los venados,
ágiles entre los montes,
corrían desde caminos calcinados por los relámpagos.

Fue así, que emprendimos la marcha de los astros,
y los astros nos conducían en estrellas venideras
hacia mejores destinos que los puertos lejanos.
Y en cielos de fuego,
fuimos soplo de distancias aventadas por las orillas.

Entonces abrimos trochas sin cansarnos,
sin cansar nuestros pies de arcilla y espuma,
de arenas limpias y puertos prometidos.
El Marañón corría con nosotros y sus altos prodigios
eran vastas corrientes que asombrados recorríamos.

Y surcando o bajando las aguas
en los requiebros de la madrugada
nuestra memoria era designio de profundidades
y de playas enterradas en las crecientes.

A eso le llamamos sabiduría guardada
en los archivos
de la luna

Infolios de lo innombrado

Entonces inventamos la metáfora de los seres,
Figuras que ocultaban nombres de dioses recónditos.
Decíamos piedra, sol, monte, animal, árbol o sus aproximaciones,
Porque las sacaritas y tahuampas albergaban
El fulminante secreto de las aguas perdidas.

Ya no éramos la iniciación del mundo y sus vagancias
Ni insondables misterios que la noche arroja,
Solo tenues filigranas sin ningún infolio
Encerradas en altas palabras y proclamaciones inéditas.

Y las voces nos obedecían.
Piedra, sol, monte, puerto o creciente, repetíamos,
Y el mundo fatigaba sus destinos.
Y en tanto errantes de la madrugada éramos
Astros distantes nos acechaban.

Eran guías de nuestros pies
Recodos sin ruta o
Soles despiertos en los estirones del mediodía.

La tempestad era prestigio que nos acogía
Piedra, sol, monte, árbol o venado éramos.
Y nosotros lo sabíamos
Como algo natural.

(de Voces desde la orilla, 2000)

Timareo (1950)

En Timareo no conocemos las letras
y sus escritos
y nadie nos registra en las páginas
de los libros oficiales.
Mi abuelo se enciende en el candor
de su nacimiento
y nombra una cronología envuelta
en los castigos.
(Son muchos los árboles donde habitó
la tortura y vastos los bosques
comprados entre mil muertes).
¡Qué lejos los días, qué distantes
las huidas!
Los parientes navegaron un mar
de posibilidades
lejos de las fatigas solariegas.
Pero no conocemos las letras y sus
destinos y
nos reconocemos en la llegada de un
tiempo de domingos dichosos.
Es lejos la ciudad y desde el puerto
llamo a todos los hijos
soldados que no regresan,
muchachas arrastradas a cines y bares
de mala muerte.
(La historia no registra
nuestros éxodos, los últimos viajes
aventados desde ríos intranquilos).

Y habito desde siempre

¿Quiénes han cruzado la quebrada antes
que nosotros?
¿Quiénes han poblado días y columnas
de hastío?
Nos han abierto el camino para llegar
descansados
y nos han dejado un cementerio de voces
que vagan bajo los puentes.
Y habito desde siempre soles despedazados,
largos infortunios antes de rayar el sol
sobre el planeta
y sé que nuestros abuelos han sembrado y
siembran porvenires
y los astros que me conducen acostumbran
a decir atisbo,
atisbo los años para que los muertos
descansen en paz.
Así recito para no olvidar historias de
látigos
y libras inglesas aventadas desde los
shiringales.
Entonces recuerdo el dolor de una espalda
devorada
y el filo del sable que cortó el miedo.
Era el tiempo en que el viento decía
la palabra salida,
así volaron sombreros de huambé desde
las embarcaciones.
Pero hemos regresado intactos, dolientes
cuerpos insospechados,
sabias manos que siembran frutos al recrear
los caminos.

Burbuja despierta en el mar

Se han cerrado las puertas del descanso.
Se han abierto las próximas ventanas de mi
locura.

Mis caminos hollados por las tempestades y los
filos
Y la luna dibujada en los papeles reclaman su
luz
Mientras el país es una burbuja despierta en el
mar.
Me espanto, me aviento, me levanto.
Soy el último espantajo despierto al amanecer.
Y las manos que me sostienen acaban de
desplomarse.
Nadie me ha visto caer en sus escombros, nadie.
Ningún testigo hubo entre mis huesos.
Los domingos agonizan cuatro veces al mes
cuando la ciudad ha capturado mi destino.
Se han cerrado mis poros,
se han descontado mis minutos,
se han abierto mis manos bajo las arenas.
El país revienta en las orillas

(de Lo que no veo en visiones, 1991)

Inundación

En esta orilla se inunda el mundo:
mi casa, mi huerta, la calle última,
el techo que cubre mis ojos,
mis botas de jebe Made in China.
Todo está volando sobre el río.
Agua por todas partes. Alto costo de vida.
La sorpresa crece en segundos.
Economía de la lluvia que se impone.
En cada gota que espera dividirse,
en cada estrépito de nubarrones no anunciados.
Naufraga todo en mi cuerpo acostumbrado a flotar.
Y navego sin tiempo en momentáneo equilibrio.
Márgenes

Mira hacia abajo donde viven los excluidos de la urbe.
Donde danzan y flotan las balsas. Márgenes.
Balsas que aglomeran y devienen en barrios. Excluidos.
Casas del color del moho y sus huellas crecientes. Paredes.
Clubes nocturnos llenos o vacíos. Bullicios.
Gasolineras con llaves de seguridad. Incendios.
Postas médicas listas para derrumbarse. Salvavidas.
Iglesias, confesionarios y escuelas. Antros.
Consultorios dentales sin puentes. Postizos.
Bodeguitas-bares-música colgando de los oídos.
Mira hacia el distrito de canoas. Anfibios.
Difusos basurales asfixian las orillas. El río deja de ser.
Algo siempre se hunde en la balsa de los días emergentes.

(de Registros fluviales, inédito)

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